1. DATOS BIOGRÁFICOS. Isabel Catez nació el 18 de julio de 1880, en el campo militar de Avor, cerca de Bourges (Francia). Sus padres se llamaron Francisco José Catez y María Rolland. Tuvo una hermana, llamada Margarita (Guita, en lenguaje familiar), a la que dirigió muchas cartas, que son una fuente importante para conocer su mensaje espiritual.
—El 22 de julio recibió el sacramento del bautismo. Se le impuso el nombre de María Josefa Isabel. Este último nombre fue para ella una revelación de su vocación, como veremos.
La familia Catez se trasladó pronto a Dijon, habitando en una casa cercana al monasterio de las Carmelitas Descalzas. El 2 de octubre de 1887 murió su padre. Cuando se confesó por primera vez e hizo su primera comunión manifestó su deseo de abrazar la vida religiosa (19. 4. 1891).
Isabel recibió una educación esmerada en el orden espiritual y humano, bajo la vigilancia de su madre. Estaba dotada de muy buenas cualidades humanas, con una disposición connatural para la música. Inclinada al recogimiento interior, le atraía fuertemente la vida de las carmelitas y su dedicación a la oración mental. A los catorce años hizo voto de virginidad y se acentuó en ella su vocación al Carmelo. En 1897 manifestó por primera vez este deseo a su madre, que no se manifestó muy favorable a sus propósitos y procuró distraer la atención de su hija, manteniéndola en la vida social de Dijón. Isabel viajó, practicó la música, la danza, hizo amistades y tuvo ofertas de matrimonio; pero nada de eso, dice C. de Meester, sació su sed de absoluto, sino sólo Dios.
—Enero de 1899. Durante unos ejercicios espirituales, dirigidos por el P. Chesnay, recibió la primera experiencia extraordinaria de la inhabitación trinitaria. Sus visitas a las Carmelitas se hicieron más frecuentes. Durante este tiempo comenzó a leer el Camino de Perfección de Santa Teresa. Se avivó su deseo de ingresar en el Carmelo, consiguiendo al fin el beneplácito de su madre, para cuando cumpliese los 21 años de edad.
En 1900 participó en un retiro, dirigido por el jesuita P. Hoppenot e hizo el firme propósito de vivir en adelante en el mundo en espíritu de oración, al estilo de las carmelitas. El 2 de agosto de 1901 vio cumplido su deseo. Ingresó como postulante en el monasterio de las Carmelitas Descalzas de Dijon, del que era priora la Madre Germana de Jesús. El 8 de diciembre vistió el hábito. Se dirigía espiritualemente en este tiempo con el P. Vallée.
El 19 de enero de 1903 hizo su profesión solemne con el nombre de Isabel de la Trinidad. La profesión religiosa fue para ella como un segundo sacramento, que disipó las dudas que le habían atormentado. Entró en contacto con los escritos de san Juan de la Cruz, que fueron para ella como una nueva revelación luminosa en su vocación a la intimidad con Dios y a la vivencia del misterio de la Trinidad. Un año más tarde (1904) escribió su conocida
Elevación a la Santísima Trinidad, que revela su profunda vivencia de este misterio.
—En los primeros meses de 1905 se inició el proceso de una penosa enfermedad. Obtuvo dispensa de algunas prácticas de la vida religiosa; pero su vivencia interior no sufrió merma. En la pascua de este año descubrió lo que ella llamó: su misión en el mundo: ser alabanza de gloria de la Trinidad.
En 1906 su vivencia interior se centró plenamente en Cristo y en el misterio trinitario. Vivía revestida de los sentimientos de Jesucristo y asumió sus dolores y sufrimientos para configurarse a su imagen doliente y llenarse más de su amor. En 24 de mayo el Señor le concedió la gracia mística de vivir en su presencia. En este ambiente leyó y saboreó la doctrina de san Pablo, que le ayudó a profundizar en su vocación de alabanza de gloria. En los meses siguientes escribió lo más importante de su mensaje espiritual.
Su enfermedad iba agravándose lentamente. Se sentía asociada a los sufrimientos de Jesús y deseaba ser como una humanidad suplementaria a su pasión. A finales de octubre redactó su testamento espiritual, dirigido a la Madre Germana de Jesús.
El día primero de noviembre recibió su última comunión. Entró en una noche oscura del espíritu, que la configuró aun más con Cristo. La Comunidad la rodeó con el amor fraterno y la plegaria. El día 6 por la mañana, víctima del mal de Adisón, expiró dulce y suavemente, iniciando su canto glorioso de alabanza de la Santísima Trinidad.
El día 25 de noviembre de 1984 el Papa Juan Pablo II declaró beata a Sor Isabel de la Trinidad, definiéndola como una contemplativa, que descubrió en sí misma «la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», en los que reconoció la realidad del amor infinito y viviente de Dios (Homilía).
2. ESCRITOS. Los escritos de Sor Isabel de la Trinidad son una expresión de su mensaje espiritual. En sus mismas cartas da a conocer sus sentimientos espirituales y su preocupación por la vida del espíritu. No dejó muchos escritos. Aparte de algunos ejercicios escolares de poesía, nos legó unas piezas valiosísimas, de carácter espiritual, que nos dan a conocer el desarrollo de su vida interior y sus más elevadas experiencias.
Conrad de Meester, el mejor conocedor de su vida y su doctrina, ha clasificado los escritos de Sor Isabel en este esquema:
1° - Diario espiritual (1894-1900), escrito en tres cuadernos, reunidos en dos cubiertas.
2° - Tratados espirituales,
cuatro trataditos que contienen su enseñanza y su mensaje: a) Grandeza de nuestra vocación, escrito en forma de carta para su amiga Francisca Sourdon; b) Déjate amar, escrito en los últimos días de octubre de 1906, en un ambiente cuasi sacramental; c)
El cielo en la fe, (o en la tierra), escrito tres meses antes de morir y dirigido a su hermana Guita, como fruto de sus ejercicios espirituales de diez días de duración. d) Ultimos Ejercicios, su obra más importante, autobiografía espiritual de la segunda quincena de agosto (1906); su último legado, expresión de sus más profundas vivencias cristológicas, trinitarias y eclesiales.
3° - Notas íntimas:
una serie de textos breves, redactados en forma de elevaciones espirituales, de oraciones personales, o reflexión sobre algún tema espiritual. Son desahogos del espíritu, cuando Isabel era seglar, o carmelita. En este grupo se incluye su conocida: Elevación a la Trinidad: ¡oh Trinidad, a quien adoro!
4° - 124 poesías sobre diversos temas, escritas en un cuadernillo.
5° - 346 cartas: de familia (a su madre, a su hermana), de amistad, de carácter social. Todas tienen un valor espiritual.
II. Enseñanza y mensaje
Los escritos de la Beata Isabel de la Trinidad son una autobiografía espiritual en pequeño. Son la expresión de su vivencia del misterio de Dios en su sentido más profundo, una vivencia de fe y amor. En su conjunto constituyen la auténtica historia de su alma privilegiada, fiel hasta lo más mínimo a la vocación a la santidad, en la comunión con Dios Uno y Trino.
Sus páginas son una fuente luminosa de doctrina, hecha vida interior, abierta a todas las almas, llamadas a la perfecta configuración con Cristo. En la explicación de sus vivencias interiores ella manifiesta un alto conocimiento de la revelación de Dios y de sus designios de salvación, de la ejemplaridad de Jesucristo y de la Virgen María. Nos da a conocer el misterio de Dios Padre, de Jesucristo y del Espíritu Santo, con la profundidad con que ella vivió su presencia y su acción misteriosa, en el más profundo centro de su alma. Aquí estriba la fuerza de su magisterio y de su mensaje espiritual.
1. UN ITINERARIO ESPIRITUAL DE VIVENCIA TRINITARIA. La importancia de Isabel de la Trinidad para la vida espiritual y para la teología trinitaria radica no solamente en sus escritos, sino también en la riqueza de sus experiencias y de su misma vida; en el itinerario que ella recorrió desde su infancia hasta su muerte: breve en el tiempo, pero de muy amplia dimensión en su contenido.
A. Sicari ha definido a la Beata Isabel como una existencia teológica. La historia de su vida no es una simple biografía, en el sentido común de la palabra; es el relato de una teología vivida, hecha forma de su misma vida. Existencia privilegiada, transfigurada siempre por el rayo de la presencia de Dios Uno y Trino.
En esta misma línea ha interpretado la vida de la Beata Isabel Carlo Landazi que la considera y la describe como una historia hecha presencia de Dios, penetrada desde el principio al fin por una realidad, que es raíz y fundamento de su mismo ser: la inhabitación de la adorable Trinidad en su alma, viva y actuante en ella. De ahí nació la conciencia de su vocación-misión: ser alabanza de su gloria.
La experiencia de esta presencia, hecha inhabitación trinitaria, protegida por sus cualidades humanas y sobrenaturales: amor a lo bello, firmeza de carácter, sensibilidad, docilidad a la llamada de Dios..., iluminó la historia maravillosa de su alma, a pesar de sus sufrimientos. Fue la que hizo de ella una existencia teológica.
En 1899 la joven Isabel Catez, durante unos ejercicios espirituales, tuvo la gracia mística de sentir la presencia trinitaria en su alma. Tenía diez y ocho años. No tenía entonces una idea clara de la presencia sobrenatural de Dios. Fue algo parecido a lo que le había ocurrido a Santa Teresa (Vida, 18, 15; 22, 3). Al año siguiente, el P. Vallée, su director espiritual, en el locutorio de las carmelitas, le explicó el sentido teológico de esa presencia, que abrió nuevas perspectivas a su deseo de interioridad.
La vivencia de la inhabitación trinitaria, cada vez más profunda, llevó a la Beata Isabel a descubrir todos los matices y las amplias dimensiones de esta realidad, y a relacionar sus propias experiencias, su conocimiento y su amor a Dios con el estado de los bienaventurados en el cielo. En 1902, durante su noviciado, tuvo una experiencia de que estaba viviendo el cielo en la tierra. «He hallado mi cielo en la tierra —decía en carta a la condesa de Sourdon—; porque el cielo es Dios, y Dios está en mi alma». La realidad de Dios, íntimo a su alma, fue el determinante de su existencia.
En la última etapa de su itinerario espiritual, su existencia teológica marca una nueva característica. Descubre su vocación eterna, que cumple ya en el cielo en la tierra: ser alabanza de gloria de la Trinidad. Es el cántico nuevo que entona ya en este mundo, y que enlaza con el que cantará eternamente en la bienaventuranza.
Isabel fue durante toda su vida la voz de esta alabanza de gloria. Su existencia mantuvo siempre, sin interrupción, este sentido teológico, de manera particular en la última fase de su vida. Fue entonces cuando vivió en toda su intensidad el sentido de su propia realidad sobrenatural. Ella la condensa en estas frases, entre otras: «Una alabanza de gloria es un alma que mira de hito en hito a Dios en la fe y en la simplicidad; es un reflector de todo lo que É1 es... Es también como un cristal, a través del cual se puede irradiar y contemplar todas sus perfecciones y su propio esplendor»2. «Estoy leyendo ahora unas páginas hermosas de nuestro Padre San Juan de la Cruz...; dice que el Espíritu Santo eleva el alma a una altura tan admirable que le hace capaz de aspirar en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo (CE 39, 3). Pensar que el buen Dios nos ha llamado a vivir en estas claridades santas... Yo quisiera responder pasando sobre la tierra, como la Santísima Virgen... para perderme en la Trinidad que mora allí, para transformarme en ella. Entonces, mi divisa, "mi ideal luminoso"... será realizado, será en efecto: Isabel de la Trinidad».
«¿Cómo imitar en el cielo de mi alma esta ocupación incesante de los bienaventurados en el cielo de su gloria? ¿Cómo continuar esta alabanza y esta adoración ininterrumpidas?... El alma que penetra y mora en estas "profundidades de Dios"..., que por consiguiente todo lo realiza "en Él, por Él y para Él con esta limpidez de intención, que le da cierta semejanza con el ser simplicísimo, esta alma se arraiga más profundamente en Aquel a quien ama con cada uno de sus movimientos, con cada una de sus aspiraciones, con cada uno de sus actos... Todo en ella rinde homenaje a Dios tres veces santo. Esta alma es, por así decirlo, un Sanctus perpetuo, una incesante alabanza de gloria". Esto fue ella a lo largo de su existencia.
2. SU VOCACIÓN TRINITARIA, REFLEJADA EN SU NOMBRE. Isabel Catez descubrió muy pronto que su nombre respondía a su ser sobrenatural. Lo descubrió en su bautismo, guiada por la doctrina de san Pablo: una consagración a Dios Uno y Trino. En su primera visita a las Carmelitas de Dijón la Madre Priora le explicó su significado: Isabel, casa de la Trinidad; y le reveló que ese sería el nombre que tomaría en el Carmelo. A partir de entonces se sintió fascinada por ese misterio. Más adelante recordará con emoción este hecho.
En 1901 hacía esta confidencia a don Emiliano Isidoro Angels, canónigo de Carcasona, amigo de la familia: «¿Le he dicho mi nombre nuevo en el Carmelo? María Isabel de la Trinidad. Me parece que este nombre indica mi vocación particular. ¿Verdad que es muy bonito? Amo tanto este misterio de la Trinidad... Es un abismo en que me pierdo».
Isabel celebraba con especial devoción y solemnidad la fiesta litúrgica de la Santísima Trinidad, como fiesta propia, porque era lo que significaba su nombre. El 25 de mayo del mismo año decía a su hermana Guita: «Oh, sí, Guita mía. Esta fiesta de los Tres es verdaderamente mi fiesta. Para mí no hay ninguna parecida. Ella está muy bien en el Carmelo, porque es una fiesta de silencio y de adoración. Nunca había comprendido tan bien el misterio y toda la vocación que hay en mi nombre».
Consciente de su predestinación y de su llamamiento para ser Isabel de la Trinidad, respondió siempre con fidelidad a su vocación. Encontró en el Carmelo el clima adecuado para vivirla en toda su plenitud: su vocación trinitaria.
3. LOS MODELOS DE SU VOCACIÓN TRINITARIA. En la vivencia trinitaria de la Beata Isabel de la Trinidad destacan ciertas actitudes espirituales, que la definen y caracterizan: comunicación interior con la Trinidad, adoración silenciosa, inmolación, recogimiento, acción de gracias, amor de entrega... La lectura del NT y la doctrina de san Juan de la Cruz le ayudaron a configurar su actitud vivencial. En la Palabra de Dios descubrió también los modelos de su vocación, expresada y realizada en esa vivencia espiritual: Jesús y María.
a) Jesús:
su oración contemplativa le ayudó a conocer cada día con mayor profundidad la ejemplaridad singular de Jesucristo para ella, y el camino para vivir su vocación específica. Tuvo siempre ante los ojos de su alma la figura de Jesús, como el supremo testimonio de la alabanza de gloria: lo que ella pretendía ser. Por eso, se esforzó constantemente y ante todo por imitar ese rasgo de su ejemplaridad.
La riqueza cristológica de la vida de la Beata Isabel, en cuanto a su conocimiento místico y a su amor de entrega total, no puede ser resumida en cortas páginas, menos aún en unas solas líneas. Cristo fue un absoluto para ella, porque en Él inhabitó la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9). El vivió en toda su perfección el ideal del alma que quiere anonadarse ante el Señor para participar de la plenitud de su vida. «Cuando yo esté completamente identificada con este ejemplar divino — decía—, toda transformada en Él y Él en mí, entonces cumpliré mi vocación eterna, aquella para la que Dios me ha elegido en Él (Ef 1, 4), «in principio», la que yo continuaré in aeternum, cuando sumergida en el seno de la Trinidad, seré la incesante alabanza de su gloria: laudem gloriae eius (Ef 1, 12)».
Isabel quería ser y lo fue en realidad, «una humanidad suplementaria de Cristo», no sólo para que él pudiese continuar realizando su obra redentora, sino también para glorificar perfectamente al Padre, para seguir siendo alabanza de su gloria.
Jesucristo fue para la Beata Isabel el modelo del amor perfecto al Padre y a los hombres; el amor de entrega, el amor como comunión con la persona amada, con Dios, que tan profundamente describe san Juan de la Cruz.
b) La Virgen María: Al lado de Jesús y muy cerca de él por la identificación con sus mismos sentimientos, la Beata Isabel descubrió la figura de la Virgen María. En ella, como en un espejo límpido y transparente, vió reflejados los rasgos de su vocación y de su misma vida. Su llamamiento a la interioridad, a la comunicación íntima con los Tres, a la intimidad con el Dios Uno y Trino... tienen un anticipo ejemplarizante en la Virgen María. Ella es también por antonomasia el modelo de su vocación a ser perenne alabanza de gloria. Su intuición aquí fue fruto de su connaturalidad, de su delicadeza de espíritu, de su amor a la belleza y a la armonía cósmica y espiritual.
«Después de Jesucristo, y salvando la distancia que existe entre lo finito y lo infinito, hay una criatura que fue también la gran alabanza de gloria de la Santísima Trinidad. Respondió plenamente a la elección divina».
Virgo fidelis:
es la Virgen fiel, "la que guardaba todas las cosas en su corazón". Se consideraba tan insignificante, tan recogida delante de Dios en el santuario de su alma, que atrajo las complacencias de la Santísima Trinidad».
«Su oración, como la de Él, fue siempre ésta: `Ecce, heme aquí': ¿Quién? "La esclava del Señor", la última de las criaturas; Ella, su Madre».
La actitud de la Virgen María, durante los meses que transcurrieron entre la Anunciación y el nacimiento de Jesús, es el modelo para las almas que buscan la interioridad, «para las que Dios ha llamado a vivir hacia adentro, en el fondo del abismo sin fondo»
En María descubrió Isabel reflejado el modelo perfecto de su vocación. Más aún: encontró en Ella su inspiradora, y la Madre que iría moldeando su alma, suave y amorosamente, hasta llegar a ser la perfecta alabanza de gloria. Así se colige de este precioso testimonio de los últimos días de su vida. 16 de agosto de 1906: «Esta Madre de gracia va a formar mi alma para que su hijita sea una imagen viva, expresiva de su Hijo primogénito (Lc 2, 7), el Hijo del Eterno. Aquel que fue la perfecta alabanza de gloria de su Padre».
4. LA BEATA ISABEL Y LA INHABITACIÓN DEL ESPÍRITU. La vida espiritual de Isabel de la Trinidad es uno de los testimonios más claros de la fuerza de la oración mental y de la contemplación amorosa, para llegar al conocimiento del misterio de Dios, y vivir en profundidad su inhabitación en el fondo del alma. Ella es una figura excepcional en este sentido. Enamorada de la realidad de Dios Uno y Trino, vivió en su presencia y en la intimidad de lastres divinas personas, en una conciencia cada vez más lúcida y en una unión espiritual más estrecha.
Enamorada también de Jesucristo, el Verbo encarnado, su amado Esposo, hecho amor de Dios a los hombres y crucificado por amor, luz y camino, vida del alma, descubrió en él su modelo, espejo de la divinidad, el todo para ella.
La figura del Espíritu Santo la fascinaba; porque es
el Espíritu de amor y de luz de Jesús, el que El nos envió, como fuerza y compañero en el camino, para que no nos encontremos nunca sólos en nuestras tareas.
El Espíritu Santo tiene una función personal en la vida espiritual. Es el dulce Huésped del alma, que nos ayuda a penetrar en las profundidades insondables del ser divinó; es el Espíritu que vivifica a las almas, porque es la expresión del amor divino, del Padre y del Hijo; es como la frescura de aguas vivas, que invita al alma a beber de esa fuente, que Cristo prometió a los que creen en El.
Su función en la vida espiritual es más íntima aún. Él inhabita por amor en las almas. La inhabitación del Espíritu ocupa un lugar destacado en la vivencia espiritual de la Beata Isabel de la Trinidad. En consecuencia, ella enseña que el alma que quiera gustar del gozo del Señor en su interior, tiene que vivir con el Espíritu Santo, en comunicación con El en lo más profundo de su ser, como vivieron los santos. Ahí, en el contacto con el amor infinito, puede anticipar en esta vida el gozo de los bienaventurados y gustar de la plenitud del amor de Dios en el fondo del abismo, donde se realiza el encuentro divino.
El Espíritu es la luz y la cobertura del alma; el clima de la vivencia misteriosa de la realidad de Dios en nosotros. Con sus ardientes llamas abrasa las almas, las consume en el amor divino; nos colma de
sus dones y de sus dulzuras. Es la bondad, la belleza suprema que nos revela la hermosura de la divinidad, por la que suspira el alma del Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz: «gocémonos, Amado, y vámonos a ver en tu hermosura».
5. VIVENCIA Y DOCTRINA; La Beata Isabel no desarrolla en sus escritos cuestiones de teología. Su magisterio es algo más vital y profundo. Ella vivió la fe pura y ardiente en lo que le es más entrañable: conocimiento de Dios, aceptación y compromiso, alimentados por un amor de entrega sin límites y sin condicionamientos. La fe se tradujo en ella en una vivencia interior de la presencia de Dios, de su inhabitación amorosa en su alma, de una relación de reciprocidad y correspondencia. En esto se fundamenta y de aquí parte su magisterio espiritual.
Conrad de Meester definió a la Beata Isabel como profeta de Dios, que difundió en la Iglesia un mensaje silencioso, que irradia desde dos focos de luz: el testimonio de su vida, oculta y escondida en el Carmelo, y su doctrina, fruto de sus experiencias sobrenaturales, en la línea de tres grandes maestros: san Pablo, san Juan de la Cruz y Juan Ruusbroec.
Desde este punto de vista podemos decir, que la Beata Isabel ha sido una gracia para la Iglesia, una figura de vanguardia, que adelantó en la Iglesia una forma de espiritualidad universal: la
vivencia trinitaria, equivalente a una vivencia de la fe en plenitud. Ella la vivió con la misma fuerza e intensidad, como si estuviese viendo al invisible (cf. Heb 11, 27).
La vivencia de la fe incluye un conocimiento proporcional del misterio de Dios, de su amor salvífico y misericordioso; conocimiento que no se adecua del todo con la capacidad natural de la persona, ni es asimilable al que proporciona la teología especulativa. Es un conocimiento que nace de la gracia y del calor de la oración amorosa. Se obtiene por la vía del amor y de la intimidad divina.
Isabel de la Trinidad es un ejemplo relevante de la fuerza del amor y de la eficacia de la oración, en orden al conocimiento perfecto de Dios. Por ese camino descubrió los matices del misterio trinitario, y lo vivió según la plenitud de la capacidad de su alma. Esto fue así, de manera particular, a partir de los días en que tomó contacto con los escritos de san Juan de la Cruz y se familiarizó con la doctrina de san Pablo. Ella experimentó los fenómenos que describe santa Teresa en la última morada de su Castillo interior, cuando dice que conoce y gusta «por una noticia admirable que se le da al alma, y entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia, y un poder y un saber, y un solo Dios»'6. El fruto de ese conocimiento y de ese gozo interior es cuanto la Beata Isabel de la Trinidad nos ha transmitido en sus escritos, espejo límpido de su alma.
6. ¡OH, MI DIOS, TRINIDAD A QUIEN ADORO...! Nuestra exposición, que no es completa, resultaría más empobrecida, si no ofreciéramos aquí un texto magisterial de la Beata Isabel, que indica las líneas fundamentales de su mensaje, y es la expresión más realista de su vivencia trinitaria. Es su Elevación a la Santísima Trinidad, que ante nuestra sorpresa y admiración, pide sólo una actitud: la del silencio meditativo.
«¡Oh, mi Dios, Trinidad a quien adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Vos, ¡oh mi Inmutable!, sino que cada minuto me haga penetrar más en la profundidad de vuestro misterio. Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra morada amada y el lugar de vuestro reposo. Que no os deje allí jamás sólo, sino que esté allí toda entera, completamente despierta en mi fe, en adoración total, completamente entregada a vuestra acción creadora.
¡Oh, mi Cristo amado, crucificado por amor! quisiera ser una esposa para vuestro Corazón, quisiera cubriros de gloria, amaros... hasta morir de amor. Pero siento mi impotencia y os pido os dignéis "revestirme de Vos mismo" Identificad mi alma con todos los movimientos de la vuestra; sumergidme, invadidme, sustituidme para que mi vida no sea más que una irradiación de vuestra vida. Venid a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador. ¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándoos; quiero hacerme dócil a vuestras enseñanzas, para aprenderlo todo de Vos; y luego, a través de todas las noches, de todos los vacíos, de todas las impotencias, quiero miraros siempre y permanecer bajo vuestra gran luz. ¡Oh Astro amado!, fascinadme para que no pueda ya salir de vuestra irradiación.
¡Oh Fuego consumidor, Espíritu de Amor! "Descended a mí", para que se haga en mi alma como una encarnación del Verbo: que yo sea para El como una humanidad complementaria en la que renueve todo su Misterio. Y Vos, ¡oh Padre eterno!, inclinaos hacia vuestra pequeña criatura, "cubridla con vuestra sombra", no veáis en ella más que al "Amado en quien Vos habéis puesto todas vuestras complacencias"
¡Oh, mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Yo me entrego a Vos como una presa. Encerraos en mí para que yo me encierre en Vos, mientras espero ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.
21 de noviembre de 1904 »".
¡Oh Dios mío, trinidad adorable, ayúdame a olvidarme por entero para establecerme en ti!
¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Siento mi impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos lo movimientos de tu alma; que me sustituyas, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu propia vida. Ven a mí como adorador, como reparador y como salvador...
¡Oh fuego consumidor, Espíritu de amor! Ven a mí, para que se haga en mi alma una como encarnación del Verbo; que yo sea para él una humanidad sobreañadida en la que él renueve todo su misterio.
Y tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre tu criatura; no veas en ella más que a tu amado en el que has puesto todas tus complacencias.
¡Oh mis tres, mi todo, mi dicha, soledad infinita, inmensidad en que me pierdo! Me entrego a vos como una presa; sepultaos en mi para que yo me sepulte en vos, en espera de ir a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.
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