miércoles, 8 de diciembre de 2010

TODO EL MUNDO EN GENERAL, A VOCES REINA ESCOGIDA...


La Fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María es una Fiesta de la Iglesia Universal y muy especialmente una Fiesta de la Iglesia en España; más aún, una Fiesta de España misma. El próximo 25 de diciembre, día de la Natividad del Señor, se cumplirán 250 años de la publicación de la Bula «Quantum Ornamenti» del Papa Clemente XIII, en la que se proclamaba a la Virgen María, en el Misterio de su Concepción Inmaculada, Patrona de los Reinos de España a uno y a otro lado del Atlántico. El Papa actuaba no de «motu propio», por propia iniciativa pastoral, sino movido por una súplica del nuevo Rey de España Carlos III. En el acto del juramento ante las Cortes Generales, el 11 de septiembre de 1759, los Procuradores del Reino le habían pedido que solicitase del Papa «el Universal Patronato de Nuestra Señora en la Inmaculada Concepción en todos los Reinos de España y de Indias». Un Real Decreto de 16 de enero del año siguiente, 1761, daba oficialidad y validez civil al establecimiento canónico del Patronazgo de «la Inmaculada» sobre España.
La Fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María es el fruto litúrgico y espiritual de un multisecular proceso de fe y devoción marianas que la Iglesia vive desde los primeros siglos de su historia como la apropiación progresiva de la honda y bella verdad de todo lo que significa la figura de María, la Madre de Jesús, en el Misterio de su Hijo: Hijo Unigénito de Dios y Salvador del hombre. Se trata de una historia apasionante y conmovedora en la que los protagonistas no son solamente los teólogos, los hombres del pensamiento tantas veces egregio y siempre sutil; sino sobre todo el pueblo cristiano que con su fina intuición de lo que contiene el lenguaje y la tradición de la fe común, vivida en su plenitud católica, se adelanta y vitaliza la construcción intelectual de los mejores maestros de la teología. A las famosas y seculares disputas teológicas entre «escotistas» y «tomistas» les precede y acompaña «la devotio moderna» y el fervor creciente de los fieles por la Madre de Dios. En la España del Renacimiento y del Barroco la devoción por «La Inmaculada» alcanza a las capas más hondas e íntimas de la conciencia popular e inspira las obras más geniales de la cultura y el arte de esos «siglos de oro». La joven Compañía de Jesús se sumará desde muy pronto a la tesis de Duns Scoto de que María había sido concebida sin pecado original. María es Purísima originariamente desde el seno materno; antes, durante y después del parto de su Hijo Jesús. La cuestión «inmaculista» apasionaba a las almas más sencillas. Se podía llegar al tumulto popular como en Sevilla, en 1613, cuando en un sermón de la Virgen el predicador se permitió poner en duda la verdad de «la Inmaculada Concepción». El Rey Felipe III se verá obligado a constituir «la Real Junta de la Inmaculada» para la defensa en la Iglesia y en la sociedad de la tesis «escotista».
El momento clave de esa historia se produce cuando el Beato Pío IX «declara, proclama y define» que «la doctrina que sostiene que la Beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles». Con esta promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción de María, el Papa ponía fin a una intrincada y prolongada controversia teológica, la «controversia inmaculista»; anticipaba, además, por la vía de los hechos canónicos las enseñanzas del Concilio Vaticano I sobre el Primado del Romano Pontífice y la infalibilidad de su magisterio que definiría, años más tarde, el 18.VII.1870, la «Constitución Dogmática I sobre la Iglesia de Cristo» y, sobre todo, abriría un nuevo y fecundo capítulo de la espiritualidad y de la devoción mariana del pueblo de Dios, cuya importancia y trascendencia para el futuro de una Iglesia, que quería estar cercana al hombre moderno, se pondrían pronto de manifiesto.
(Extraido de un árticulo del Arzobispo de Madrid, Monseñor Rouco Varela)

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